A salida de la Plaza, me dice un aficionado: «Sin toros, no hay nada». Es el resumen más escueto y certero de lo que ha sido la corrida: en el cartel estrella de la Feria, hay lleno absoluto y enorme expectación
pero todo se queda en nada: desesperante falta de casta, fuerzas y
movilidad de los toros de Juan Pedro Domecq y Parladé. Un desastre
ganadero.
Después del triunfo de Ronda, todos quieren ver a Morante.
Al primer toro, colorado, bien armado, lo recibe con cuatro verónicas
que hacen honor a su nombre, «Fantasía», y lo deja en el caballo con una media verónica primorosa.
Después de la primera vara, el toro se para por completo. No se puede
torear a un toro de piedra. Nos hemos quedado con la miel en los labios.
El cuarto, un verdadero «Espanto», claudica, protesta, echa
la cara arriba, no pasa, se para... Apenas coge el diestro la muleta,
ya le gritan: «¡Mátalo!». Es lógico: así, no se puede torear. A estas alturas, lo que sentimos en los labios ya no es miel sino hiel.
El segundo, más justo de presencia, mansea, no tiene fuerza. Para que embista, hace falta que El Juli le grite «¡je!»
media docena de veces; cuando logra que se arranque, se queda
cortísimo, sólo la cuarta parte de un muletazo. Otro toro de piedra.
Recoge al quinto con lances que buscan fijarlo más que la
estética. En banderillas, ya se ha parado. Suena una voz, en el tendido
de sombra: «¡Qué vergüenza, tres figuras, con estos toros!».
Tiene razón. Y, otra, en la solanera: «¡Dale cuerda!». Estalla la
bronca. Mata de estocada corta, con salto, a un «Luterano» (quizá le
hubiera agradado eso a Menéndez Pelayo).
Suena la música
A Talavante le tocan los dos únicos toros que algo se mueven. El tercero sale embistiendo ya a cámara lenta (antes de varas ni de que lo castiguen: ¿es eso un toro bravo?). El toro tardea, escarba,
pero algo va. Alejandro tarda en cogerle la distancia y el temple. En
la tercera serie, suena la música. La faena es desigual, alternan
muletazos lucidos con enganchones. Mata de estocada desprendida: insuficiente petición de oreja.
Al último lo recibe con delantales combinados con chicuelinas (una combinación bastante indigesta). Brinda Alejandro
al público: aprovecha las embestidas mortecinas, sin clase, para una
serie de muletazos aceptables. Ha de escuchar otra sentencia del
público: «¡Si no hay toro!»...
Así, tristemente, acaba la tarde y la Feria de San Miguel:
como no ha habido toros encastados, no ha habido nada. Pero estos toros
–no nos engañemos– son los que eligen las figuras...













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